miércoles, 13 de noviembre de 2013

PIU PIRIPIÚ


La mamá de Felipito Tacatún lo mandó a comprar media docena de huevos.

—“Media docenas de huevos...” repetía Felipito por el camino, para no olvidarse.
Porque era tan distraído que a lo mejor se le ocurría comprar un tarro de moscas, o una escoba o media docena de nubes.
Y le retumbaba en los oídos las palabras de su mamá:
—Cuidado, que los huevos están muy caros. A no tropezar y romperlos.
Felipito compró los huevos y salió del almacén caminando despacito, casi sin respirar y mirándose las zapatillas, bizco de preocupación.
En eso se oyó desde una rama:
“¡ Pi piripí!”
Felipito alzó los ojos para mirar al pájaro que cantaba tan bien cuando ¡zápate! Tropezó, se cayó,  y los huevos se hicieron añicos.
Allí nomás se sentó Felipe en el cordón de la vereda a llorar desconsoladamente.
El pajarito, al ver el zafarrancho, se descolgó enseguida de la rama y también se sentó en el cordón de la vereda, diciendo:
“¡Piu piripiú!”
Filipito, triste y preocupado, le dijo:
—Ssh, no cantes.
—No estoy cantando, le dijo el pajarito, te estoy ayudando a llorar.
—Bah, ¿Qué diferencia hay entre tu canto y tu llanto?
—Mucha, le contestó el pajarito, ¿no oíste que antes decía “pi piripí” y ahora digo “piu piripiú”, que en idioma de pajarito quiere decir: “¡Qué desgracia!”
—Sí, contestó Felipe, pero con piu piripiú no vamos a remendar estos huevos rotos, y mi mamá me va a dar una buena paliza.
—Vamos a ver, vamos a píripi ver, le contestó el pajarito. Yo entiendo bastante de éste asunto... Hace mucho, para nacer, yo tuve que romper un huevo con el pico, y romper un huevo desde adentro es mucho más difícil que remendar uno desde afuera, como todo el mundo sabe.
—¿ y cómo vas a hacer algo tan difícil?, le contestó Felipe sin ninguna esperanza.
—Probemos, dijo el pajarito, vamos a ver, vamos a píripi ver.
El pajarito voló  hasta su nido, revolvió entre sus cachivaches y sus juguetes viejos y volvió trayendo un carretel de hilo de telaraña, una aguja, un poquito de baba del diablo y una pizquita de leche de higo.
Entre los dos volvieron a llenar, como pudieron, las cáscaras con sus claras y sus yemas.
—Pero, decía Felipito, estas yemas están sucias de barro.
—Ssh, le contestaba el pajarito, que muy apurado cocía las cáscaras con la telaraña, luego pegoteaba las grietas con leche de higo y reforzaba todo con baba del diablo.
Pronto estuvieron en fila los seis huevos, un poquitos sucios y remendados, pero huevos al fin.
—Gracias, pajarito, gritó Felipe muy contento.
Y el pajarito le contestó mientras volví volando a su nido:
“¡Pi piripí!”
Felipito llegó a su casa, la mamá el paquete, vio muy asombrada los huevos remendados, miró de reojo a su hijo y murmuró:
- Hum.
Los partió y vio muy enojada las claras y las yemas revueltas y sucias de barro, pelusa, piedritas, y leche de higo.
—¡Otra vez tropezaste! ¿ no te dije que no tenía dinero para comprar más huevos? ¿ Mereces una buena paliza por distraído, boquiabierta y tropezador! ¿ Ahora no tenemos qué comer!
Y le dio una buena paliza y lo mandó a la cama.
Felipito se tiró en su cama y, restregándose la cola dolorida, se puso a llorar y llorar y réquete llorar.
En eso oyó una vocecita que decía:
“¡Piu piripiú!”
Felipe se levantó, fue hasta la ventana y vio que allí, en una rama, estaba su pajarito ayudándolo a llorar otra vez.
—Ya estoy enterado, le dijo el pajarito, te retaron, te pegaron... lloremos, Felipe: ¡Piu piripiú, piu piripiuuuuuu!
Felipe iba a llorar otra vez, pero... miró bien al pajarito y dijo:
— No, no hace falta llorar más.
—¿Cómo no va a hacer falta, en medio de tantas desgracias?, le contestó el pajarito asombrado. Si que hace falta: ¡¡¡pipiú,  piripiú, piupiripiuuuuuu!!!
—Pero te digo que no, lo interrumpió Felipe, qué me importan los retos y las palizas, si hoy he encontrado un amigo como tú... No quiero que llores, quiero que cantes, porque es tan lindo oírte cantar y ser tu amigo que me olvido de todas mis desgracias.
Y el pajarito, luego de pensar un rato, le contestó:
—Tienes razón, cantemos.
Y los dos juntos cantaron:
—¡Pi piripí!

Y verdolín verdolaga,
este cuento así se acaba.

''La sombrera'' Maria Elena Walsh

Maria Elena Walsh "La sombrera"


Había una vez un árbol tan bueno, pero tan bueno, que además de sombra
daba sombreros.
Este árbol se llamaba Sombrera y crecía en una esquina del bosque de
Gulubú.
Las gentes que vivían cerca acudían al árbol pacíficamente todas las
primaveras, cortaban los sombreros con suavidad y los elegían sin pelearse:
esta gorra para ti, este bonete para mamá, esta galera para el del más allá,
este birrete para mí.
Pero un día llegó al bosque un comerciante muy rico y sinvergüenza llamado
Platini.
Atropelló a todos los vecinos gritando:
¡Basta, todos estos sombreros son para mí, me llevo el árbol a mi
palacio!
Todo el mundo vio con gran tristeza como el horrible señor Platini mandaba
a sus sirvientes a que desenterraran el árbol.
Los sirvientes lo desenterraron y lo acostaron sobre un lujoso automóvil de
oro con perlitas.
El árbol crecía raquítico y de mala gana, cosa que enfurecía al horrible señor
Platini.
Es señor esperaba que floreciera para poner una sombrerería y vender los
sombreros carísimos y con ese dinero comprarse tres vacas y luego
venderlas, y con el dinero comprarse un coche y venderlo, y con el dinero
comprarse medio palacio más y luego venderlo, y con el dinero comprarse un
montón de dinero y guardarlo.
Por fin llegó la primavera, y el árbol floreció de mala gana unos cuantos
sombreritos descoloridos.
El señor quiso mandarlos cortar inmediatamente, pero el Viento, que se
había enterado de toda la historia, se puso furioso.
Y el Viento dijo:
- Yo siempre he sido amigo de los vecinos de Gulubú, no voy a permitir que
les roben sus sombreros así nomás.
Y se puso a soplar como un condenado, arrancando todos los sombreros del
árbol.
El señor Platini y todos sus sirvientes salieron corriendo detrás de sus
sombreros, pero nunca los pudieron alcanzar.
Corrieron y corrieron y corrieron hasta llegar muy lejos, muy lejos del
bosque de Gulubú y perderse en el defiero de Guilibí.
Entonces los vecinos aprovecharon y se metieron el jardín del señor Platini y
volvieron a transplantar a su querido árbol al bosque de Gulubú.
El Viento estaba muerto de risa, y el árbol recobró pronto la salud.
Cuando volvió a florecer, los vecinos volvieron a cosechar sus sombreros sin
pelearse.
Y el señor Platini se quedó solo y aburrido en el desierto, sin sombrerería,
sin tres vacas, sin coche, sin medio palacio y, lo que le daba más pena, sin su
montón de dinero.
Ah, y sin sombrero.
Y de esta manera se acaba el cuento de la Sombrera.